Mas tuvo un acto efectos diferentes:
plació una muerte a Dios y a los judíos;
hizo temblar la tierra y abrió el cielo.
Hemos tenido
noticia de que el regalismo sigue existiendo a pesar de que ya no quedan apenas monarcas. El vicepresidente del Parlamento de una república "visita" el Vaticano para imponer condiciones sobre el acuerdo del Papa para rehabilitar a la FSSPX. En concreto de la aceptación de Nostra Aetate en lo que se refiere a los judíos. En fin, si alguno se creía que estas injerencias eran cosas del antiguo régimen y que el Concilio las había anulado en una especie de nueva era de amor y paz para la Iglesia pues que se caiga del guindo. La Iglesia es más cautiva que nunca de la mundana Babilonia por más que diga ser libre como el viento primaveral. Sí, ya lo sé, Arraiz, Luis Fernando y la compañía de conversos. Estas palabras suenan al coco luterano que os atormenta apolojéticamente... ¡uuuuhhhhh! Ya hablaremos de esta cautividad babilónica y en que consiste. Ahora toca seguir el tema de la doctrina tradicional sobre los judíos.
Vimos en la primera entrada el tema de la culpa de deicidio y como la abordaba el Catecismo Romano. Sigamos ahora con la famosa maldición. ¿Es un pueblo maldito el pueblo judío? Pero antes que nada y como por certificar ese lazo espiritual que nos une a los cristianos al pueblo judío voy a citar algo muy importante y poco conocido del Catecismo del Concilio de Trento o Catecismo Romano de San Pio V al tratar de la Redención y como Dios fue declarándose más al pueblo judío que preparó para tal fin:
DEL CREDO
CAPITULO III
CUESTION IV
Sin la fe en la redención, ninguno pudo salvarse; por eso Cristo fue profetizado muchas veces desde el principio del mundo.
[...]
Después de esto, para renovar la misma memoria de su promesa, continuó manteniendo la esperanza del Salvador así entre los descendiente es de Abraham como entre otros muchos hombres: ya que establecida la república y religión de los judíos, empezó a declararse más a su pueblo. Pues aun las cosas mudas significaron, y los hombres predijeron, cuáles y cuántos habían de ser los bienes que aquel Salvador, y nuestro Redentor Jesucristo había de traer. Y ciertamente los Profetas, cuyos entendimientos fueron ilustrados con luz del cielo, profetizaron el nacimiento del Hijo de Dios, las maravillas que El obró después de nacido hombre, su doctrina, costumbres, método de vida, muerte, resurrección, y todos los demás misterios suyos, enseñándolos tan claramente como si hubiesen sido cosas presentes, en tanto grado, que no vemos que exista otra diferencia entre las predicciones de los Profetas y la predicación de los Apóstoles, y entre la fe de los antiguos Patriarcas y la nuestra, sino la distinción sola del tiempo venidero y pasado.
Es fortísimo. La doctrina de la Iglesia, que los párrocos debían predicar desde Trento, no ve diferencia entre la fe de los judíos del Antiguo Testamento y la nuestra salvo por la sola distinción del tiempo. Aquello era el pasado y esto lo que había de venir y ellos esperaban. Si esto lo dice Nostra Aetate más de uno se rasga las vestiduras: "los judíos profesaban la misma fe que nosotros y predicaban exactamente lo mismo".
Claro que hay una diferencia por la que ya esa identidad no rige en los judíos después de Cristo y esa es la aceptación del Mesías. El Mesías llegó a los judíos y muchos de estos no le aceptaron como tal y no contentos con eso se confabularon con otras gentes para darle muerte y le mataron con distinta culpabilidad según vimos anteriormente. Es a causa de esta no aceptación de la Nueva Ley traida por el Mesías por lo que la fe de los patriarcas y profetas ya no es la misma que la de los judíos después de Cristo. Esto sí que es fuerte a los oídos judíos, pero es la verdad cristiana y la consecuencia lógica de la identidad que hemos afirmado: los judíos de hoy ya no tienen la misma fe que los patriarcas y profetas. Eso es así, estén o no estén esperando al mesías, porque para todos ellos ya vino y no es otro que Jesucristo el mismo Dios hecho hombre que se paseo entre su pueblo poniendo su tienda entre la de ellos como hermosamente expresa San Juan en el prólogo de su Evangelio y que además dio cumplimiento a la Ley y llevó a cabo la redención de toda la humanidad en una Nueva Ley verdaderamente salvífica instaurando la Iglesia y los sacramentos de esta Nueva Ley. Sabemos por fe que al final de los tiempos ellos tornarán a esta fe, que no es otra que la fe en Cristo Jesús, entrando como nación cristiana en la Iglesia.
Y digo yo, entrando ya al tema de la maldición: ¿Cómo puede estar maldito un pueblo que al final va a entrar en la Iglesia entre un torrente de gracia derramada que de culminación a las bendiciones de los patriarcas como siempre se ha narrado en la predicación? ¿No es una antinomia? Pero a la vez, el hecho de estar endurecido como pueblo hasta ese momento sí se puede tomar como una especie de maldición nacional, pues no es bendición el que uno no tenga acceso a la fe ¿En qué quedamos? Esto parece una maldición que es una bendición o viceversa si no fuera blasfemo decir que las bendiciones de Dios son maldiciones. ¿Como tomar esto?
Declara Nostra Aetate:
Y, si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los
judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se dedujera de las
Sagradas Escrituras
La cuestión como vemos es difícil. Tradicionalmente podemos encontrar dos tendencias que oscilan sobre la frase clave del Evangelio para la maldición: "Y todo el pueblo contestó diciendo: Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos" (Mt 27, 25). Una dice que la sangre de Cristo pesa sobre los judíos a modo de maldición y otra que dice que no hay tal maldición. Podemos citar a dos Santos Padres de la Iglesia al respecto:
"Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Sobre nosotros, y sobre nuestros hijos sea su sangre". Persevera esta imprecación hasta nuestros días entre los judíos, y la sangre del Señor pesa sobre ellos. (San Jerónimo)
Mira aquí la gran perfidia de los judíos, su impiedad y su funesto apasionamiento no les permite ver lo que les conviene prever. Y se maldicen a sí mismos, diciendo: su sangre sea sobre nosotros, y atraen también la maldición divina sobre sus hijos, diciendo: y sobre nuestros hijos. Pero nuestro Dios misericordioso, no aceptó esta imprecación, y se dignó recibir a muchos de sus hijos, que hicieron penitencia: porque San Pablo era de ellos, y muchos miles de fieles, que creyeron, cuando se predicó en Jerusalén. (San Juan Crisóstomo)
Lo más curioso es ver como Santo Tomás de Aquino hilvana estas dos citas una detrás de la otra en su Catena o comentario al Evangelio con cita de los Santos Padres y autoridades de la Iglesia. Por tanto el genio de Santo Tomás ha encontrado que más que antitéticas son complementarias y eso es porque en realidad lo son: las bendiciones de Dios son maldiciones para el pecador obstinado y sus castigos son bendiciones para aquel pecador que las recibe con espíritu de penitencia. Pero vamos a hacer uso del Catecismo Romano para comprender esto:
CUARTA PARTE SOBRE LA ORACION
CAPITULO V
CUESTION VI
Como deben entenderse las maldiciones de la Escritura.
Mas las maldiciones que los Santos profirieron contra los impíos, consta que son, según doctrina de los Santos Padres, o profecías de los males que habían de sobrevenir o se dirigían contra el pecado, para que salvas las personas, se destruyese la malignidad de la culpa.
Podría decirse a partir de esto que siempre que un Santo o el mismo Santo Dios ha maldecido a alguien en la Escritura ha sido bajo este aspecto que explica el catecismo. O para profetizar un mal futuro o para salvar a las personas induciéndolas a penitencia. Para nada significan lo que por maldición se asume en el lenguaje común: un cierto deseo de hacer daño a otro que se muestra en la imprecación. Fíjense bien que si interpretáramos la frase de Cristo: Id malditos de mi Padre al fuego eterno... en el sentido popular de maldición lo que habríamos hecho es convertirnos a la herejía Calvinista por la que Dios predestina a algunos a la eterna condenación. Es obvio que el sentido en esa frase es solo el de una previsión de daño futuro (su condenación eterna) así como una imprecación del pecado que han cometido.
Por tanto, si Dios hubiera maldecido al pueblo judío es solo como predicción de males futuros que debían acaecerles o como una forma de destruir lo maligno de la culpa de un gran pecado, por lo que Dios iría directamente contra el pecado y no contra las personas. Aún en el caso de suponer una maldición en el pueblo judío no podemos pensar en un deseo de Dios de dañarles, sino de que se conviertan sobre la predicción de los males fruto de su pecado. Pero aun con esta comprensión no es este el caso de los judíos como vamos a comprobar.
Recordemos el detalle que señala San Juan Crisóstomo: "y se maldicen a sí mismos". O sea, no es Dios es que les maldice, sino ellos mismos en una imprecación, que como señala San Jerónimo, sigue hasta el día de hoy. Ellos si entienden esas maldiciones en sentido popular. Por lo que su grito imprecatorio es más bien un "si hemos cometido injusticia según nuestra Ley, que nos ocurra algún daño". Leamos el catecismo:
TERCERA PARTE SOBRE LOS PRECEPTOS DEL DECALOGO
CAPITULO VI
CUESTION XX
No piense, pues, que el Señor, cuya benignidad es inmensa, nos trata como a enemigos, sino que nos corrige y castigue como a hijos. Y si lo examinamos con cuidado, no vienen a ser los hombres en todas esas cosas, sino ministros e instrumentos de Dios. Aunque puede el hombre ilícitamente aborrecer a uno, y desearle todo mal; nunca puede sin permiso de Dios hacerle el menor daño.
Por tanto los judíos no podían hacerse daño a sí mismos (unos a otros como pueblo) si no es por permisión de Dios y consta que a pesar de que como dice San Jerónimo siguen imprecando ese daño y haciendo pesar sobre ellos la sangre de Cristo al que injustamente condenaron y dieron muerte, como dice San Juan Crisóstomo Dios no ha aceptado su imprecación y les da beneficios espirituales en formas de conversiones y grandes santos que jalonan la historia de la Iglesia. Si alguno no disfruta de ellos una vez que se les dan es simplemente porque opone su voluntad de aprovecharlos. Sigamos leyendo en ese mismo punto al catecismo:
Para prueba de esto es muy propio aquel modo de argüir, del que con gravedad y erudición igual, usó San Juan Crisóstomo a fin de convencer: “que ninguno es dañado sino por sí mismo”. Pues los que se creen injuriados, si llevan las cosas por camino recto, encontrarán sin duda, que ni injuria ni daño ninguno han recibido de otros. Porque los agravios que los otros nos hacen, son extrínsecos, mas ellos se dañan gravísimamente a sí mismos, manchando su alma feísimamente con odios, malos deseos y envidias.
Por tanto encontramos en la doctrina tradicional que el Concilio de Trento mandaba predicar a los párrocos, el nexo de unión que ya Santo Tomás de Aquino había visto en esas dos citas: Los judíos no están malditos a pesar de que se maldijeron a sí mismos haciéndose reos de la sangre de Cristo, como consta en el Evangelio, sino que sólo sufren daños en cuanto como personas manchan sus almas con odios, malos deseos y envidias, o sea: con el pecado. Los justos de Israel nada deben temer y consta por la doctrina y por la historia que Dios sigue derramando su gracia en lo que fuera su pueblo.
Un sentido espiritual que ve en el tema de la sangre derramada por Cristo la efusión de gracia nos da una pista: Los judíos en realidad y aún pensando que se hacen reos de su muerte están pidiendo la efusión de gracia sobre ellos y sobre sus hijos. Eso nos puede iluminar algo ese misterio de amor de Dios que dice que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia cuando lo aplicamos al pueblo elegido y su futura conversión como pueblo. Al final la efusión de gracia caerá sobre el pueblo elegido para la Revelación y no es tanto maldición lo que imprecaban sino su fe en el Mesías. Es extraño que la teología moderna que tanto gusta de la dialéctica no haya profundizado en este aspecto, quizás por haber perdido el sentido del sacrificio redentor en la efusión de sangre. En este aspecto, sí que podemos pensar que la sangre de Cristo pende sobre ellos como pueblo inexorablemente. Y si vamos más lejos podemos afirmar que como todos somos deicidas, en cuanto pecadores, y aún con una culpa más grave en los cristianos que en los judíos, como vimos en la primera parte, esta efusión de gracia nos alcanza a todos nosotros. Es una efusión de gracia para toda la humanidad que solo aprovecha a los que de verdad creen y son por tanto verdaderos hijos de Abraham. ¡Qué sentido tan hondo el del Pro Multis en la Eucaristía!
Por otro lado, y al pensar en el sentido más material del daño, si tomamos que el pueblo antiguo de Dios era santo para el Señor, como figura en Deut 7,6 y otros pasajes podemos tomar el sentido de la maldición de un santo en la Escritura de la manera que nos enseña el catecismo: predicciones de desgracias futuras. Lo cual es muy sencillo de entender en cuanto que el único fin que socialmente unía al pueblo de Israel era la fe en Dios y en el Mesías esperado y que en el momento en que estos, como pueblo, rechazan al Mesías, pues están abocados a una debacle social y de injusticia social, lo cual los lectores españoles entenderán muy bien pues es similar en términos a la que hoy sufre España cuando deja de servir al destino católico que la alumbró como nación. Un santo prelado hispano de ascendencia judía y el último de los grandes santos padres de Occidente, San Julián de Toledo, resumirá admirablemente este drama social del pueblo de Israel en las palabras finales de su obra apologética "Sobre la comprobación de la Sexta Edad", destinada a demostrar a los judíos que el Mesías ya había nacido. No es mera retórica sino el alma del pastor que sufre por estas ovejas que han perdido el camino al redil:
O
quam dolendus est error tuus! Nulla enim te prophetalis historia iuvat,
nullus historicus ordo confirmat: iam signa tua non vides, iam non est
propheta (Psal. LXXIII, 9) , nubibus enim mandavit, ne pluant super te
pluviam (Isai. V, 6) Et adhuc dicis nasciturum esse Christum? Exspecto, inquies, qui iam olim venit in mundum. Vere multum erras, multum desipis, multum stertis, graviter enim corruisti, o Israel; in iniquitatibus tuis collisus es, confractus es, conquassatus es. Viam perdidisti, viam ergo sequere, ut per viam venias ad salutem. Amen.
El pueblo judío, antiguo pueblo escogido por Dios para dar a conocer su Revelación, no es ni réprobo ni maldito, sino que sufre un destino dramático en cuanto se aleja de Cristo, el Mesías, que es su fuente de vida y que a su vez es un destino escatológico. No están exentos de la gracia por ello, ni de las bendiciones patriarcales, pero como realidad nacional andan sin rumbo y perdidos por obra de su obstinación en negar a Cristo. El mismo auge del sionismo en una entrega total a la inmanencia por parte del pueblo judío que invierte los térmnos de Mesías y pueblo es una clara muestra de ello y del error del que se quejaba San Julián. Nada hay en la doctrina tradicional que pueda ser contradicho por Nostra Aetate, en el apartado de los judíos, si bien la doctrina tradicional es mucho más explícita y completa que esta declaración conciliar cuyas circustancias históricas deben ser conocidas. De eso trataremos más adelante.
M.D.
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